domingo, 19 de febrero de 2017

Cuando vamos en tren

Está medio dormida.
La veo bostezar en medio del silencio.
Barbilla sobre mano y codo en la ventana.
Es pronto y el calor del ambiente abruma.
Vemos verde; paisajes que se acercan a unos 100km/h saludando y se van de golpe.
Una estación, dos, tres...
Fuera hará frío, lo sé.
Podemos ver el color gris del cielo y la fina niebla que salvaguarda los prados.
Estamos tan bien resguardados.
Somos espectadores de una explosión de tonalidades frías y de ramas deshojadas que contrastan en medio de un folio de papel reciclado.
Sólo se oye el motor; un sonido suave y cautivador.
Pura música para trabajadores y viajeros que van y vienen constantemente.
El tren se para.
Unos bajan, otros suben y continúa la película.
Casas, prado, bosque, de nuevo prado, bosque, stop.
Somos felices en nuestra representación, en nuestra rápida sucesión de diapositivas.
Parece que volvamos a la época del cine mudo con tal rapidez en la imagen y tal escasez de audio.
La pianola es el motor y el sonido de los raíles cuando el maquinista comienza a aminorar el paso, dándonos tiempo para despedirnos al menos de aquellos lugares que más adelante no volveremos a ver.
Apoya la mejilla en la ventana y cierra los ojos.
Sé lo que imagina.
Desea sentir el gélido cristal en su cara para creer que se encuentra fuera.
Se cree que recorre esos prados que se han sucedido ante sus ojos.
Nos imagina fuera corriendo y revolcándonos como niños con la nariz y las mejillas color cereza.
Seguro que quiere que la abrace, pero ya no dice lo que siente.
Hace tiempo que intenta engañarse y autoconvencerse de que no necesita afecto.
Ha sufrido.
Se nota cuando calla y no levanta la vista.
Quiere ser fuerte, independiente; por eso no la abrazo.
Respeto que evite la debilidad.
Despega la cara de la pantalla, la tiene pálida como el paisaje.
Yo también cierro los ojos y me invade desde los párpados hasta la boca del estómago una corriente que baja, sube y da vueltas alrededor de mi pecho como si estuviera bailando una danza indígena.
Siento como esos microscópicos primitivos invocan a mis sentimientos.
Parece que bailen la danza de la lluvia, pues me incitan a llorar.
Respiro hondo y abro los ojos.
Ella sigue mirando por la ventana, ausente del mundo sensible.
Vivimos en esta cueva rodeada de sombras engañosas, pero nuestra alma y nuestra mente se encuentran fuera, ante la luz de las ideas.
Y es por eso que somos seres aparentemente sin vida.
Nos movemos a duras penas por la cueva y tropezamos porque aquello que nos guiaría mínimamente en las tinieblas no está aquí, sino fuera.
Me gusta viajar en tren con ella.
Nadie me contradice tanto ni me hace reflexionar tanto sin siquiera despegar los labios.
Ella es increíble y es frustrante que nadie más nos entienda.
Somos una, y esta conexión no es posible con nadie más.
Llegamos a nuestro destino, me levanto y me voy.
A la vuelta seguimos hablando.

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