Me gusta el café porque sabe a melancolía.
Ese café oscuro, amargo, de tardes frías.
Es tan simbólico.
Le pongo dos cucharaditas de azúcar, para hacer mi día más dulce, y mucha leche para quitar del todo la amargura de su sabor y el triste color negro.
Sé que así no es tan "café", pero queda tan suave y es tan agradable.
El café es mi respiro, mi "déjalo estar", así que no quiero un chupito, quiero una taza enorme que me dé para pensar en otra cosa unos minutos.
Bebo café y miro por la ventana imaginando universos imposibles y caminos que se cruzan y se vuelven a alejar.
Me acuerdo de ti, de cuando bebíamos café.
Por aquellos días el café era por la mañana.
Abría los ojos y ahí estabas tú.
Preparábamos café con azúcar y mucha leche en tazas enormes.
Nos gustaba disfrutar de las pequeñas cosas a lo grande.
A veces te llevaba yo el café a la cama, otras veces lo hacías tú.
Entonces me pongo aún más melancólica, suspiro, y pienso "¿por qué nos hacemos esto?"
Me gusta el café porque sabe a melancolía, a ti.
Y cuando termino mi taza siempre queda ese sabor dulce al fondo por el azúcar que no se diluyó.
Ese último recuerdo dulce y después la taza vuelve a estar vacía.
Siempre quiero más café cuando termino, pero no puedo tomar más, sino altero mis nervios.
Ojalá pudiéramos tomar todo el café que quisiéramos, ¿verdad?
Me gusta el café porque no es sólo café, eres tú.
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