Tambores en el pecho,
serpientes en el estómago que pasean en círculo,
suben a escuchar los tambores, los alteran y bajan.
Las serpientes suben atraídas por la percusión,
se deslizan por el cuerpo con movimientos de arrastre.
Conforme se acercan, el tambor acelera más y más.
Lo rodean y la galera da órdenes de remar más rápido.
Las serpientes rodean el barco y vuelven a huir,
los tambores recuperan el ritmo y los remeros se calman.
Y así una y otra y otra vez.
No se divisa un isla jamás,
así que el tambor no cesa de tocar ni los esclavos de remar.
Décadas tocando y remando,
luchando contra serpientes marinas que suben y bajan
hasta que un día llega la paz.
El tamborilero cesa,
la tripulación deja sus remos
y las serpientes se desvanecen.
No se oye un sonido más en ese mar interno,
ese mundo expira y sólo quedan los restos de la magnífica galera que buscaba tierra firme
y que al fin halló su tierra en medio de la nada.
Y así el barco se va descomponiendo poco a poco
y sus restos hundidos son visitados por aquellos buceadores que le guardan respeto a la preciosa galera que un día surcó el mar de sus vidas.